Vine a Inglaterra para ver morir a mi
padre. Me llamaron un jueves por la noche. Una voz de mujer me dijo que había
tardado tres días en localizarme. También me dijo que a mi padre le había dado
un ictus y que era cuestión de horas que dejara de respirar. Estaba paralizado
y casi inconsciente. Llevaba más de dieciocho años sin verlo pero, de pronto,
desee con todas mis fuerzas estar junto a él en el momento de su muerte. En el
estado en el que se encontraba no podía hacerme daño y, además, por entonces yo
no tenía trabajo.
No fue fácil encontrar un billete de
avión con tan poca antelación, tardé más de cincuenta horas en llegar al
hospital. Estaba muy nerviosa. Me preocupaba que muriera antes de mi llegada.
El médico que lo atendía, un pelirrojo con la cara llena de pecas, intentó
tranquilizarme. Mi padre, me dijo, se había estabilizado, ahora era cuestión de
días. Seguía paralizado pero podía abrir los ojos y reaccionaba ante algunos
sonidos. Cuando entré en la habitación me acerqué a su cama y pegué mi cara a
la suya. Padre, soy yo, he venido a verte morir. La pupila se le dilató y una
nube de terror le recorrió los ojos. Entonces supe que estaba consciente y que
el viaje había merecido la pena.
Odio las bicicletas. Desde que llegué a
este país han estado a punto de atropellarme tres veces. Aborrezco a los
ciclistas. Pedalean con la nariz apuntando al cielo. Se sienten superiores
porque no contaminan, van ligeros y tonifican su corazón. Yo, en cambio, tengo
que caminar y se me hinchan los tobillos. Me he instalado en la casa de mi
padre, que dentro de pocos días será la mía. He tenido que ventilarla durante
toda la noche, a pesar del frío. Olía a ropa sucia y a humedad. Me levanto
temprano y acudo al hospital todas las mañanas. El horario de visitas es de
nueve a once, aunque conmigo hacen la vista gorda y a veces me quedo hasta la
una. Cuando estamos solos le recuerdo a mi padre anécdotas de mi infancia.
Tenía tanto miedo, le digo, que me orinaba por la noche en la cama. Me
despertaba al amanecer para cambiar mis sábanas por las de mi hermano antes de
que os levantarais madre o tú. Le regañabais todas las mañanas. Él nunca se dio
cuenta. Era idiota, mi hermano.
Aquí también ha llegado el calentamiento
global. Casi nunca nieva. Apenas caen tres copos y la nieve se funde en un
barro sucio que te mancha las botas y el bajo de los pantalones. Me duelen las
rodillas por el frío. Tampoco tengo la vista de antes. Necesito gafas para
leer, para escribir, para cocinar. Ya no puedo distinguir los rodales rosas de
mi tripa.
Ayer llovió. En este país siempre llueve.
A ellos parece no importarles. Siguen pedaleando en sus bicicletas por toda la
ciudad. Sus narices incluso apuntan más alto, como si fueran a pinchar las
nubes. Sus narices pregonan que montan en bicicleta incluso cuando llueve
porque son auténticos patriotas. Me gusta sentarme en el parque y ver pasar a
los estudiantes. Algunos visten la toga académica. Negra. Larga. Parecen más
listos, con la toga.
Tuve que llevarme a mi padre a casa. El
seguro médico no cubre más gastos de hospital, y John, el médico pelirrojo,
dice que se ha estabilizado. Ahora es cuestión de semanas, me repite sonriente.
Irá la enfermera todos los días para controlar al paciente, me tranquiliza, en
casa estarán ustedes mejor. La casa vuelve a oler a humedad. Aquí estaremos
mejor, me repito.
Mi padre me mira con ojos aterrorizados.
Sé que le gustaría fumar. Enciendo un cigarrillo. No le ofrezco. Apago la luz y
aspiro con fuerza, quiero que él vea la brasa cada vez más roja. Cada vez más
redonda, como los rodales de mi tripa, de mis muslos, de mis manos, de mis
nalgas. Los bebés siempre lloran. Que la niña llore más fuerte no extraña a
nadie. Nunca me llevaron a un pediatra. No lo necesitaste porque nunca
estuviste enferma, me decía mi madre. Fue Ricardo quien lo insinuó. Fue él
quien lo descubrió. Hasta entonces yo no lo había pensado. Eran marcas de la
piel; otros tienen lunares, otros tienen pecas. Yo no tomaba el sol porque mi
madre decía que no me convenía. Fuimos de luna de miel a Lanzarote. Me puse
morena por primera vez. Los rodales de piel permanecieron rosas. Parecían los
lunares de un traje de gitana.
Mi padre está sentado en su silla. No
puede hacer otra cosa. Se le cae la baba. El médico me dijo que estaba
consciente, que podía oír, que sentía y razonaba. Solo está paralizado. Pero
entiende. Podrían llevarlo a una institución. En este país tienen instituciones
para todo. Me negué. Quiero cuidarlo yo, dije, soy su hija. John asintió con
una sonrisa beatífica. Los españoles sois muy familiares, me dijo. Sí, la
familia es importante, contesté.
El tiempo discurre muy lento en esta
casa. Al principio le hablaba de todo un poco. De los ciclistas. De mis paseos.
Del precio de la fruta. La fruta es española, le digo, y cuesta el doble que en
casa, pero está más sabrosa. Traen las mejores piezas y nosotros nos comemos lo
peor. Siempre lo mismo. Comemos mierda.
Las primeras semanas venía la enfermera a
diario. A las siete de la mañana. Varias
veces me pilló durmiendo. A mi padre, no. Él casi no duerme. Pasa los días y
las noches con los ojos abiertos y la baba colgando. Por las noches lo tumbo, y
mira al techo. Por el día lo siento en una silla de escay y mira la pared. Sé
que suda y le escuecen las nalgas y la espalda. Me mira con ojos implorantes.
Hago como si no me diera cuenta, cierro la ventana para que no entre el aire. A
veces subo la calefacción. No importa. Por la mañana, cuando llegue la
enfermera, le habrán mejorado las rojeces.
Me gusta que mi padre no pueda hablar. Me
hace sentir segura. Adivino su estado de ánimo por sus ojos, no puede disimular
las miradas. Creo que lo sabe, o eso quiero pensar. Quiero que sepa que me doy
cuenta cuando tiene frío, cuando tiene calor, cuando está incómodo, cuando le
duele algo, cuando tiene miedo. Quiero que sepa que lo sé y que no hago nada
para aliviarlo.
Un día vino el médico con la enfermera.
Dijo que mi padre estaba bien nutrido, bien hidratado, tenía las constantes
estables, no se podía hacer más. Anunció que la enfermera solo vendría una vez
por semana. Me miró el escote y me agaché a dar un beso a mi padre. John se
puso rojo. Me solté el pelo que llevaba recogido en una cola de caballo. John
abrió la boca; temí que a él también se le fuera a caer la baba. Me dijo que
tenía un pelo muy bonito, muy negro, muy español. Sonreí. Me alegré de no
habérmelo teñido de rubio como hacen las mujeres de mi edad en España. El
médico es guapo y tiene los ojos azules y muchas pecas en la cara. Nos gusta lo
que no tenemos, pensé; lo diferente, lo exótico. Le ofrecí una bebida. Aceptó
un refresco. Dijo que vendría con la enfermera para controlar la evolución del
paciente, aunque no estaba obligado, quería ayudarnos, hacernos la vida más
sencilla. Me dejó su tarjeta para que le llamara si lo necesitaba, en cualquier
momento, a cualquier hora. Cuando se fue, mi padre seguía tumbado. Subí a su
cama con las botas de agua puestas, me puse a horcajadas sobre él y oriné.
Tenía una semana para limpiarlo.
Salgo a pasear todas las tardes. La
ciudad es completamente llana. No sudo. Camino dos o tres horas, dependiendo de
la lluvia. Me resulta difícil calcular la distancia. Ellos la miden en millas.
No sé la equivalencia exacta, pero calculo que andaré más de diez kilómetros
diarios. Me gusta ver las casas por fuera, unifamiliares, iguales, con su
pequeño jardín. Aquí todo está verde; llueve mucho. Nuestra casa está lejos del
centro y es más pequeña que las otras. Y más vieja. Y huele a humedad. Pero a
mí no me importa. No me importa que esté lejos del centro porque no tengo que
ir a trabajar. Tampoco me importa que no tenga garaje porque no tengo coche, ni
que tenga escaleras porque no voy a sacar a mi padre al jardín. Al jardín salgo
yo a tomar el sol cuando no llueve. Hay bicicletas en todas las calles y en
todos los cruces. Es difícil cruzar, hay que mirar a los dos lados; los coches
circulan por el lado contrario. Las bicicletas también. Ahora no puedo permitir
que me atropellen. Ahora tengo que cuidar a mi padre.
Cuando era pequeña lo odiaba. Entonces no
sabía por qué. Olía mal, a tabaco rancio. Tenía los dientes amarillos. Le
faltaban algunas piezas. Fumaba siempre. Mi madre casi no hablaba. Hacía las
tareas de la casa en silencio. Ponía la radio mientras planchaba. Escuchaba una
novela de una familia de pueblo a la que le sucedían cosas atroces. Yo la
miraba. Me gustaba el olor de la ropa recién planchada. Ahora no plancho nunca.
Tiendo la ropa muy estirada para que no se arrugue. Es un arte. Una vez
estábamos desayunando en la cocina todos juntos, mi padre, mi madre, mi hermano
y yo. Tenía un tazón de leche caliente delante de mí. Deseé levantarme y tirar
la leche caliente a la cara de mi padre. Me lo imaginé a cámara lenta. No fui
capaz de hacerlo. Mi hermano me miraba con su cara de perro pachón. Era idiota,
mi hermano. Se cayó de un andamio mientras pintaba una fachada. No se había
colocado el arnés de seguridad. El sindicato habló de homicidio en el ámbito
laboral y se personó como acusación particular. Mi hermano no se había puesto
el arnés porque era idiota, pero eso no lo dije en el juicio. Al entierro
fuimos mi padre y yo. Aquella fue la última vez que lo vi, hasta el ictus.
Llego a casa antes del anochecer. No me
gusta la oscuridad. No me gustan las calles vacías. En esta ciudad las calles
están siempre vacías. Mi padre está en el mismo sitio en el que lo dejé. Con el
pañal sucio. Lo limpio antes de meterlo en la cama. No me puedo arriesgar a que
se le hagan llagas. Dejo la luz de su cuarto encendida.
El médico pelirrojo ha venido con la
enfermera. Pensaba que no iba a cumplir su palabra, pero han sido los dos
puntuales. Se había perfumado. Yo me he puesto un vestido de flores con
tirantes. El pelo suelto. Me puse los pendientes de coral y me pinté los
labios. El médico apenas ha mirado a mi padre. Dice que necesito salir, que es
importante cuidar al cuidador. Le he dicho que mi vida ahora es mi padre, que
estoy muy sola. La enfermera me ha mirado con ojos de serpiente.
Todas las noches fumo delante de mi
padre. Apago la luz y aspiro el cigarrillo despacio. Luego echo el humo
haciendo volutas con la boca. Al principio no me salían redondas, pero he ido
aprendiendo con la práctica. Dónde voy a apagar el cigarrillo, le pregunto. Veo
su cara de terror. Pero no puedo dejar marcas.
Hoy he ido al centro caminando. Es casi
una hora a paso ligero. En bicicleta debe de ser menos tiempo. Había turistas
chinos. Las chinas abren sus paraguas para taparse el sol. No llovía. En el
centro hay más bicicletas que en mi barrio. Muchas bicicletas. Hay
aparcamientos con miles de bicicletas. Son una plaga bíblica. Como las
langostas.
Mantengo la casa limpia. Incluso el
cuarto de mi padre. A él también lo mantengo limpio. No me doy prisa. Si noto
que se ha manchado espero un rato mirándole a los ojos. Por sus ojos sé que le
molestan las heces y el pañal húmedo. Le pregunto qué pasaría si lo abandonara.
Tardarían una semana en encontrarte la enfermera y el médico, le digo. Estarías
siete días manchado, mojado, muriendo de hambre y de sed, lentamente. Siento el
terror en sus ojos. Salgo de casa y lo dejo solo con su miedo.
El domingo volví al centro. No tenía nada
que hacer allí, pero es más bonito que el barrio en el que vivimos. Entré en
una tienda de suvenires. Me fascinan esas tiendas. Están llenas de objetos
inútiles que los turistas compran sin pensar. Hay tazas con la cara de la
reina, delantales con la bandera del país, cucharitas con el escudo de la
ciudad y miles de imanes para la nevera. Al salir me encontré con el médico
pelirrojo. Me invitó a un café. Alabó mi dedicación, dijo que no era frecuente
encontrar una hija tan abnegada. Le dije que quería devolver a mi padre todo lo
que él había hecho por mí cuando era niña. Era de justicia. No mentí. Me
preguntó si podía invitarme a cenar alguna noche. Puse cara de preocupación, no
quería dejar a mi padre solo tanto rato. Cuánto te admiro, me dijo.
Los días se suceden todos iguales. Me
preocupa que mi padre se esté acostumbrando a la nueva situación. Ya no se
altera cuando le digo que lo voy a dejar morir de sed, ni cuando acerco mi
cigarrillo a escasos milímetros de su piel. Se ha dado cuenta de que no puedo
hacerlo. No puedo herirlo, ni abandonarlo. No puedo hacer nada que deje marcas
o que se vuelva en mi contra. Lo miro largo rato y le digo que lo odio. Apago
la luz y salgo de la habitación.
Cocino comida española. Aquí todo es más
caro. Hago tortilla de patatas, croquetas de pollo, arroz blanco. Me gusta la
tortilla de patatas. Aquí comen a unas horas muy extrañas. Nosotros seguimos el
horario español, como si no hubiéramos huido del pueblo hace veinte años. Mi
padre apenas come, le tengo que triturar los alimentos y dárselos con una
cuchara, como si fuera un bebé, pero no es un bebé sino un viejo con la baba
colgando. Mientras le acerco la cuchara a la boca le hablo de Ricardo. Era camionero,
Ricardo, mi marido, el Richi. De todos los viajes me traía un regalo. No eran
regalos caros, solo pequeños detalles para demostrarme que se acordaba de mí.
Tengo imanes para la nevera de todas las capitales europeas y ceniceros y
cucharillas y postales y tazas de café como las que se venden en las tiendas de
suvenires del centro. A su manera, Ricardo era un buen hombre. Una noche se fue
para siempre. Aparcó el camión en un área de servicio cerca de Múnich con un
cargamento de pollos vivos, tomó un café y desapareció. Un compañero declaró
haberlo visto esperando un autobús en una parada a tres kilómetros del área de
servicio. La compañía lo denunció. Cuando recogieron el camión casi la mitad de
los pollos había muerto; al resto hubo que sacrificarlos. Ricardo me telefoneó
dos meses después, estaba bien, me dijo, los pollos le habían convencido para
que siguiera su camino. Prefería que no
le buscara. Me prometió que nunca más me llamaría.
El médico dice que mi padre está estable.
No recuperará el habla, pero puede vivir en este estado algún tiempo. Ahora,
dice, es cuestión de meses. Doy gracias a Dios, le respondo. Si recuperara el
habla sería mi desgracia. Seguiré con él el tiempo necesario. Me he
acostumbrado a la rutina. John me ha invitado a cenar a bordo de una barca en
el río. Es muy romántico y nos besamos. Vuelvo pronto a casa. Ya sabes, mi
padre, le digo.
Ricardo no quería tener hijos, pensaba
que este mundo era una mierda y él no quería sentirse responsable de engendrar
un nuevo ser humano. El hombre, decía, es el animal más cruel de la naturaleza.
Un auténtico depredador de su propia especie. A mí me hubiera gustado tener
hijos. Dos niñas, quizá. Las hubiera cuidado y peinado. También las habría
protegido de las personas malas como mi padre.
He encontrado un puente lleno de arañas.
Son pequeñas y de patas largas. Cada vez que voy al centro cojo una. Cuando
llego a casa se la enseño a mi padre. Se
la pongo sobre la palma de la mano y espero a que le suba por el brazo. Puedo
ver el terror en sus ojos. Luego siempre las mato, no quiero que lo piquen y la
enfermera pregunte. El otro día encontré una gorda y peluda. Me dio asco
incluso a mí. Dejé que se paseara por el brazo y subiera por la cara de mi
padre. Luego la cogí y la aplasté entre dos cucharas. Mi padre apretaba los
párpados con fuerza para no abrir los ojos. Cogí un poco de puré. La araña
todavía movía una pata. Mi padre abrió los ojos cuando tragó la primera
cucharada.
John dice que estoy muy pálida, que me
convendría ir a la playa. Ya tendré tiempo, le respondo, cuando papá esté
mejor. Lo he llamado así, papá, por primera vez. Es todo un eufemismo, los dos
sabemos que mi padre morirá en unas semanas. Cada vez está más delgado; desde
lo de la araña apenas prueba el puré, solo se alimenta de líquidos. Yo salgo
todas las tardes con John. Ya hace buen tiempo y vamos a pasear por el parque,
o a dar una vuelta al centro. También hemos ido de excursión por el río en una
barcaza alargada con bancos corridos y neveras llenas de cerveza. Cuando llueve
vamos al centro comercial. Un día me regaló una blusa, verde, muy fea. Aquí la
gente tiene muy mal gusto para vestir. Le di las gracias con un beso largo y
luego quería subir a casa. No me parece bien, le dije, estando mi padre
moribundo en el cuarto de al lado. John se contrarió mucho: el pelo se le puso
muy rojo, parecía que fuera a arder en cualquier momento. Nos iremos un fin de
semana a la costa, propuso, te conviene salir.
Por las tardes le hablo a mi padre de
John; es tan idiota como mi hermano, le digo. Pero tiene un buen trabajo y un
buen sueldo. No tiene casa, pero en cuanto te mueras se puede instalar aquí.
Habrá que pintar y tirar algunos muebles. Con el dinero que John tiene ahorrado
podemos arreglar la cocina y el baño. Ricardo nunca tuvo dinero ahorrado. Se lo
gastaba todo en beber con sus amigos y en regalos estúpidos para mí. Pero no
era idiota. Antes de hablar con los pollos había sido un hombre cabal, incluso
a veces me sorprendía con pensamientos transcendentes. Un auténtico filósofo. Por
eso no quería tener hijos; pensaba demasiado para ser un buen padre. Con John
será distinto: todavía estoy a tiempo de tener dos niñas pelirrojas que monten
en bicicleta con la nariz apuntando a las nubes. Aunque me preocupa que salgan
idiotas como mi hermano. Mi padre me mira sin pestañear. ¿Te acuerdas cuando le
pegaste con el cinturón por mojar las sábanas? Las marcas le duraron varias
semanas. Ni siquiera protestó. Mi padre mira a la pared y se le llenan los ojos
de agua hasta que dos lágrimas gordas resbalan en silencio por sus mejillas.
Fuimos a la playa un fin de semana que
John no tenía consulta en el hospital. Contrató una enfermera para que se
quedara con mi padre. Yo estaba incómoda; no quería que otra mujer se ocupara
de él. La playa es muy fea. El mar tiene el color del acero y el cielo el color
del mar. Hace viento y frío. En este país incluso cuando hace calor hace frío.
La arena es gorda y está húmeda. Me pongo un biquini amarillo que me compré en
el centro comercial la semana anterior. Llamo la atención en aquella playa sin
colores, con mi melena negra y el biquini amarillo. Me miran los hombres y las
mujeres. John parece no darse cuenta o en todo caso no le importa. Yo creo que
incluso le gusta. Me acaricia un hombro y recorre con su dedo índice los
rodales rosas de mi tripa. Las peores cicatrices son las del corazón, dice. Yo
pensé que había encontrado otro filósofo, como Ricardo, y que me iba a hablar
sobre el amor y la necesidad de perdonar, y sin embargo se pierde en una larga
perorata sobre las secuelas que dejan los infartos de miocardio y las
enfermedades infantiles. Cuando ya pensaba que era idiota del todo, me dice que
la venganza es un juego peligroso.
Mi padre mejoró los tres días que estuvo
con la enfermera. Come muy bien, duerme diez horas y se entretiene con la
televisión, dijo la enfermera con tono profesional; lo único preocupante son
las heridas que se le están formando en el coxis y en los talones, Yo ni
siquiera había encendido la televisión, no se me había ocurrido que pudiera
querer entretenerse. Lo único que tenía que hacer era morirse, y eso parecía
cada vez más lejano.
Compro un colchón especial y comienzo a
moverle cada dos horas. La sangre tiene que circular para que no se hagan
escaras. Le pongo la televisión por las mañanas mientras limpio la casa. Compro
pintura blanca y pinto las paredes de mi habitación y también algunos muebles:
la mesa del comedor, las dos sillas, el cabecero de mi cama. Doy cera al suelo
de madera y limpio el baño con lejía. Ahora la casa parece más grande. John
viene todas las tardes; nos sentamos alrededor de la mesa camilla y hablamos
del tiempo y de la familia real británica. Como a todos los ingleses, a John le
gusta hablar del tiempo. También le gusta la tortilla de patata. Desde que volvimos
de la playa ha engordado unos quilos. Mi padre también. Le juré que nunca más
le metería una araña en el puré y ya come con normalidad. A veces, incluso, le
doy un poco de tortilla de patata triturada, para que la pruebe, sé que le
gusta. He dejado de fumar porque huele mal y a John le desagrada, le molesta el
humo.
Un día John trajo una silla de ruedas. La
había cogido del hospital. Me dijo que la iban a tirar porque estaba muy vieja.
Para mover a tu padre por la casa servirá, incluso podemos sacarlo al jardín
los días que haga sol, dijo. Parecía contento con la posibilidad de sacarlo al
aire libre. Yo no entendía para qué tenía que mover a mi padre por la casa. No
quería sacarlo al jardín. En el jardín tomaba yo el sol, sola. Su vida ya había
mejorado desde que le ponía la televisión y le dejaba horas con la baba
colgando y la mirada fija. Eres un ángel, John, le dije. Se puso muy rojo y
sonrió. Me abrazó con suavidad. Se está bien entre sus brazos llenos de pecas.
Empujo a mi padre por las habitaciones de
la casa. La silla de ruedas rechina, como las bicicletas antiguas, oxidadas.
Como la bicicleta del idiota de mi hermano. A él le comprasteis una bicicleta
azul, grande, con una cadena que había que engrasar todas las semanas, le digo
a mi padre. Yo le ayudaba a dar la vuelta a la bicicleta para engrasar la
cadena. A veces se salía y había que volver a ponerla en el plato dentado. Yo
tocaba con codicia la bolsita de cuero marrón que colgaba del sillín, donde mi
hermano guardaba las herramientas de la bicicleta; unos alicates, una llave
inglesa y unas tuercas de repuesto. Nunca pude montarla. Las niñas decentes no
montan en bicicletas de chicos. Mi hermano iba a la obra en la bicicleta. Era,
decía mi madre, una herramienta de trabajo. Yo no podía tocarla. Yo no tenía
herramientas, ni trabajo, ni bicicleta.
Hemos sacado a mi padre al jardín. Le
pongo un gorro de paja para que no le dé el sol en la cabeza. Como tiene la
piel muy blanca, casi transparente, le echo mucha crema para que no se queme.
John se va al anochecer. Se despide de mi padre con unas palmaditas en la
espalda y me da un beso en la puerta. Mi padre nos mira con la baba colgando.
Yo creo, le digo mientras lo acuesto, que a John le gustaría pedirte mi mano,
es muy tradicional. Mi padre hace un ruido gutural que me desconcierta. Espero
que te mueras antes, le susurro muy cerca de la oreja.
Hace un calor húmedo y pegajoso y
anochece muy tarde. Hay días en los que el cielo está completamente azul,
aunque es un azul parecido al gris del acero, como el del mar de la playa. En
nuestro pueblo el cielo tenía un color azul rabioso, limpio, pulido. Las casas
eran blancas y el calor seco. Todo estaba limpio y ordenado. En esta ciudad hay
demasiada humedad para que las cosas estén limpias. Ni siquiera se seca la
ropa; siempre le queda un resto de humedad que te enfría la piel.
Ya no hay estudiantes. Estarán
emborrachándose en la Costa Brava o en Mallorca. Los echo de menos cuando voy
al parque. A veces estoy sola. A veces veo a un hombre paseando al perro. Siempre
hay ciclistas que atraviesan el parque por el camino de tierra. Pienso que
cuando el mundo se acabe, aquí seguirá habiendo ciclistas que atraviesen el
parque a toda velocidad.
John dice que hay que engrasar las ruedas
de la silla de mi padre. Trae grasa de la cadena de su bicicleta. Yo lo haré,
le digo. Engraso la silla de ruedas despacio, con pericia. John me mira sin
pestañear. Creo que estos días de calor le han salido más pecas.
Voy al centro en autobús. John va en
bicicleta. Nos reunimos en la tienda de suvenires. En el autobús solo hay
viejas con vestidos color pastel. Llevo el pelo suelto y el vestido de flores.
John me invita a un helado. ¡Qué guapa eres!, me dice.
Mi padre está ganando peso. Cada día me
cuesta más esfuerzo sentarlo en la silla de ruedas. Se lo digo a John. Está
mejorando mucho, contesta. Hacemos una barbacoa en el jardín. Mi padre hace
unos ruidos guturales que me ponen muy nerviosa. Creo que intenta hablar. No
puedo permitirlo. John se va temprano; mañana tiene guardia en el hospital.
Tumbo a mi padre en la cama. Lo único que
tenías que hacer era morirte, le digo. Vuelvo a ver el miedo en sus ojos. No te
harán autopsia porque eres un enfermo crónico. Ahora me parece ver alivio en su
mirada y un amago de sonrisa. Le tapo la cara con la almohada. Convulsiona
durante unos segundos eternos.
No quise ver el cadáver de mi hermano.
Estaba desfigurado por la caída, me dijeron. Mi padre sí lo vio, tuvo que
identificarlo en el depósito. Mi hermano y yo teníamos la misma marca en el
dorso de la mano derecha, un redondel rosa en el que faltaba una capa de piel,
la más externa. Era nuestra marca de familia, la prueba de que éramos hermanos.
Otros tienen un lunar en el mismo sitio, o pecas, o el pelo de un determinado
color, o la misma forma de la nariz. Nosotros teníamos nuestra marca de
hermanos. Cuando nos reconciliábamos después de alguna pelea, o cuando teníamos
miedo, juntábamos nuestras manos por el dorso, uniendo nuestras marcas. Mi
hermano nunca lo supo, no llegó a conocer a Ricardo. Murió con diecinueve años
porque no se había colocado un arnés. Era idiota, pero era mi hermano.
John firmó el certificado de defunción.
Ya te dije que podía pasar el cualquier momento, me consoló. Me agarraba por la
espalda y me besaba la cabeza. Se mudó a mi casa al día siguiente. No quiero
que estés sola, me dijo. Trajo varias maletas, un equipo de música y una jarra
para hervir el agua del té. Compró pintura de color crema y pintó el salón y la
habitación de mi padre, la más grande de la casa. Este será mi estudio, dijo.
Su tono no admitía réplica. En mi estudio solo entraré yo; no me gusta que
nadie toque mis cosas. Cerró la puerta con llave.
Han tardado casi una semana en dar el
permiso para enterrar a mi padre. Aquí todo va al revés; primero se solucionan
los papeles y después se entierra al muerto. Al entierro solo vamos John y yo.
Cuando volvemos a casa, encuentro una bicicleta nueva, con barra, apoyada en la
puerta de entrada. John sonríe y me retira el pelo de la cara. Supuse que la
querrías azul, susurra.