jueves, 4 de octubre de 2018

PAPÁ. De Ana Muela (Madrid)



Vine a Inglaterra para ver morir a mi padre. Me llamaron un jueves por la noche. Una voz de mujer me dijo que había tardado tres días en localizarme. También me dijo que a mi padre le había dado un ictus y que era cuestión de horas que dejara de respirar. Estaba paralizado y casi inconsciente. Llevaba más de dieciocho años sin verlo pero, de pronto, desee con todas mis fuerzas estar junto a él en el momento de su muerte. En el estado en el que se encontraba no podía hacerme daño y, además, por entonces yo no tenía trabajo.
No fue fácil encontrar un billete de avión con tan poca antelación, tardé más de cincuenta horas en llegar al hospital. Estaba muy nerviosa. Me preocupaba que muriera antes de mi llegada. El médico que lo atendía, un pelirrojo con la cara llena de pecas, intentó tranquilizarme. Mi padre, me dijo, se había estabilizado, ahora era cuestión de días. Seguía paralizado pero podía abrir los ojos y reaccionaba ante algunos sonidos. Cuando entré en la habitación me acerqué a su cama y pegué mi cara a la suya. Padre, soy yo, he venido a verte morir. La pupila se le dilató y una nube de terror le recorrió los ojos. Entonces supe que estaba consciente y que el viaje había merecido la pena.
Odio las bicicletas. Desde que llegué a este país han estado a punto de atropellarme tres veces. Aborrezco a los ciclistas. Pedalean con la nariz apuntando al cielo. Se sienten superiores porque no contaminan, van ligeros y tonifican su corazón. Yo, en cambio, tengo que caminar y se me hinchan los tobillos. Me he instalado en la casa de mi padre, que dentro de pocos días será la mía. He tenido que ventilarla durante toda la noche, a pesar del frío. Olía a ropa sucia y a humedad. Me levanto temprano y acudo al hospital todas las mañanas. El horario de visitas es de nueve a once, aunque conmigo hacen la vista gorda y a veces me quedo hasta la una. Cuando estamos solos le recuerdo a mi padre anécdotas de mi infancia. Tenía tanto miedo, le digo, que me orinaba por la noche en la cama. Me despertaba al amanecer para cambiar mis sábanas por las de mi hermano antes de que os levantarais madre o tú. Le regañabais todas las mañanas. Él nunca se dio cuenta. Era idiota, mi hermano.
Aquí también ha llegado el calentamiento global. Casi nunca nieva. Apenas caen tres copos y la nieve se funde en un barro sucio que te mancha las botas y el bajo de los pantalones. Me duelen las rodillas por el frío. Tampoco tengo la vista de antes. Necesito gafas para leer, para escribir, para cocinar. Ya no puedo distinguir los rodales rosas de mi tripa.
Ayer llovió. En este país siempre llueve. A ellos parece no importarles. Siguen pedaleando en sus bicicletas por toda la ciudad. Sus narices incluso apuntan más alto, como si fueran a pinchar las nubes. Sus narices pregonan que montan en bicicleta incluso cuando llueve porque son auténticos patriotas. Me gusta sentarme en el parque y ver pasar a los estudiantes. Algunos visten la toga académica. Negra. Larga. Parecen más listos, con la toga.
Tuve que llevarme a mi padre a casa. El seguro médico no cubre más gastos de hospital, y John, el médico pelirrojo, dice que se ha estabilizado. Ahora es cuestión de semanas, me repite sonriente. Irá la enfermera todos los días para controlar al paciente, me tranquiliza, en casa estarán ustedes mejor. La casa vuelve a oler a humedad. Aquí estaremos mejor, me repito.
Mi padre me mira con ojos aterrorizados. Sé que le gustaría fumar. Enciendo un cigarrillo. No le ofrezco. Apago la luz y aspiro con fuerza, quiero que él vea la brasa cada vez más roja. Cada vez más redonda, como los rodales de mi tripa, de mis muslos, de mis manos, de mis nalgas. Los bebés siempre lloran. Que la niña llore más fuerte no extraña a nadie. Nunca me llevaron a un pediatra. No lo necesitaste porque nunca estuviste enferma, me decía mi madre. Fue Ricardo quien lo insinuó. Fue él quien lo descubrió. Hasta entonces yo no lo había pensado. Eran marcas de la piel; otros tienen lunares, otros tienen pecas. Yo no tomaba el sol porque mi madre decía que no me convenía. Fuimos de luna de miel a Lanzarote. Me puse morena por primera vez. Los rodales de piel permanecieron rosas. Parecían los lunares de un traje de gitana.
Mi padre está sentado en su silla. No puede hacer otra cosa. Se le cae la baba. El médico me dijo que estaba consciente, que podía oír, que sentía y razonaba. Solo está paralizado. Pero entiende. Podrían llevarlo a una institución. En este país tienen instituciones para todo. Me negué. Quiero cuidarlo yo, dije, soy su hija. John asintió con una sonrisa beatífica. Los españoles sois muy familiares, me dijo. Sí, la familia es importante, contesté.
El tiempo discurre muy lento en esta casa. Al principio le hablaba de todo un poco. De los ciclistas. De mis paseos. Del precio de la fruta. La fruta es española, le digo, y cuesta el doble que en casa, pero está más sabrosa. Traen las mejores piezas y nosotros nos comemos lo peor. Siempre lo mismo. Comemos mierda.
Las primeras semanas venía la enfermera a diario.  A las siete de la mañana. Varias veces me pilló durmiendo. A mi padre, no. Él casi no duerme. Pasa los días y las noches con los ojos abiertos y la baba colgando. Por las noches lo tumbo, y mira al techo. Por el día lo siento en una silla de escay y mira la pared. Sé que suda y le escuecen las nalgas y la espalda. Me mira con ojos implorantes. Hago como si no me diera cuenta, cierro la ventana para que no entre el aire. A veces subo la calefacción. No importa. Por la mañana, cuando llegue la enfermera, le habrán mejorado las rojeces.
Me gusta que mi padre no pueda hablar. Me hace sentir segura. Adivino su estado de ánimo por sus ojos, no puede disimular las miradas. Creo que lo sabe, o eso quiero pensar. Quiero que sepa que me doy cuenta cuando tiene frío, cuando tiene calor, cuando está incómodo, cuando le duele algo, cuando tiene miedo. Quiero que sepa que lo sé y que no hago nada para aliviarlo.
Un día vino el médico con la enfermera. Dijo que mi padre estaba bien nutrido, bien hidratado, tenía las constantes estables, no se podía hacer más. Anunció que la enfermera solo vendría una vez por semana. Me miró el escote y me agaché a dar un beso a mi padre. John se puso rojo. Me solté el pelo que llevaba recogido en una cola de caballo. John abrió la boca; temí que a él también se le fuera a caer la baba. Me dijo que tenía un pelo muy bonito, muy negro, muy español. Sonreí. Me alegré de no habérmelo teñido de rubio como hacen las mujeres de mi edad en España. El médico es guapo y tiene los ojos azules y muchas pecas en la cara. Nos gusta lo que no tenemos, pensé; lo diferente, lo exótico. Le ofrecí una bebida. Aceptó un refresco. Dijo que vendría con la enfermera para controlar la evolución del paciente, aunque no estaba obligado, quería ayudarnos, hacernos la vida más sencilla. Me dejó su tarjeta para que le llamara si lo necesitaba, en cualquier momento, a cualquier hora. Cuando se fue, mi padre seguía tumbado. Subí a su cama con las botas de agua puestas, me puse a horcajadas sobre él y oriné. Tenía una semana para limpiarlo.
Salgo a pasear todas las tardes. La ciudad es completamente llana. No sudo. Camino dos o tres horas, dependiendo de la lluvia. Me resulta difícil calcular la distancia. Ellos la miden en millas. No sé la equivalencia exacta, pero calculo que andaré más de diez kilómetros diarios. Me gusta ver las casas por fuera, unifamiliares, iguales, con su pequeño jardín. Aquí todo está verde; llueve mucho. Nuestra casa está lejos del centro y es más pequeña que las otras. Y más vieja. Y huele a humedad. Pero a mí no me importa. No me importa que esté lejos del centro porque no tengo que ir a trabajar. Tampoco me importa que no tenga garaje porque no tengo coche, ni que tenga escaleras porque no voy a sacar a mi padre al jardín. Al jardín salgo yo a tomar el sol cuando no llueve. Hay bicicletas en todas las calles y en todos los cruces. Es difícil cruzar, hay que mirar a los dos lados; los coches circulan por el lado contrario. Las bicicletas también. Ahora no puedo permitir que me atropellen. Ahora tengo que cuidar a mi padre.
Cuando era pequeña lo odiaba. Entonces no sabía por qué. Olía mal, a tabaco rancio. Tenía los dientes amarillos. Le faltaban algunas piezas. Fumaba siempre. Mi madre casi no hablaba. Hacía las tareas de la casa en silencio. Ponía la radio mientras planchaba. Escuchaba una novela de una familia de pueblo a la que le sucedían cosas atroces. Yo la miraba. Me gustaba el olor de la ropa recién planchada. Ahora no plancho nunca. Tiendo la ropa muy estirada para que no se arrugue. Es un arte. Una vez estábamos desayunando en la cocina todos juntos, mi padre, mi madre, mi hermano y yo. Tenía un tazón de leche caliente delante de mí. Deseé levantarme y tirar la leche caliente a la cara de mi padre. Me lo imaginé a cámara lenta. No fui capaz de hacerlo. Mi hermano me miraba con su cara de perro pachón. Era idiota, mi hermano. Se cayó de un andamio mientras pintaba una fachada. No se había colocado el arnés de seguridad. El sindicato habló de homicidio en el ámbito laboral y se personó como acusación particular. Mi hermano no se había puesto el arnés porque era idiota, pero eso no lo dije en el juicio. Al entierro fuimos mi padre y yo. Aquella fue la última vez que lo vi, hasta el ictus.
Llego a casa antes del anochecer. No me gusta la oscuridad. No me gustan las calles vacías. En esta ciudad las calles están siempre vacías. Mi padre está en el mismo sitio en el que lo dejé. Con el pañal sucio. Lo limpio antes de meterlo en la cama. No me puedo arriesgar a que se le hagan llagas. Dejo la luz de su cuarto encendida.
El médico pelirrojo ha venido con la enfermera. Pensaba que no iba a cumplir su palabra, pero han sido los dos puntuales. Se había perfumado. Yo me he puesto un vestido de flores con tirantes. El pelo suelto. Me puse los pendientes de coral y me pinté los labios. El médico apenas ha mirado a mi padre. Dice que necesito salir, que es importante cuidar al cuidador. Le he dicho que mi vida ahora es mi padre, que estoy muy sola. La enfermera me ha mirado con ojos de serpiente.
Todas las noches fumo delante de mi padre. Apago la luz y aspiro el cigarrillo despacio. Luego echo el humo haciendo volutas con la boca. Al principio no me salían redondas, pero he ido aprendiendo con la práctica. Dónde voy a apagar el cigarrillo, le pregunto. Veo su cara de terror. Pero no puedo dejar marcas.
Hoy he ido al centro caminando. Es casi una hora a paso ligero. En bicicleta debe de ser menos tiempo. Había turistas chinos. Las chinas abren sus paraguas para taparse el sol. No llovía. En el centro hay más bicicletas que en mi barrio. Muchas bicicletas. Hay aparcamientos con miles de bicicletas. Son una plaga bíblica. Como las langostas.
Mantengo la casa limpia. Incluso el cuarto de mi padre. A él también lo mantengo limpio. No me doy prisa. Si noto que se ha manchado espero un rato mirándole a los ojos. Por sus ojos sé que le molestan las heces y el pañal húmedo. Le pregunto qué pasaría si lo abandonara. Tardarían una semana en encontrarte la enfermera y el médico, le digo. Estarías siete días manchado, mojado, muriendo de hambre y de sed, lentamente. Siento el terror en sus ojos. Salgo de casa y lo dejo solo con su miedo.
El domingo volví al centro. No tenía nada que hacer allí, pero es más bonito que el barrio en el que vivimos. Entré en una tienda de suvenires. Me fascinan esas tiendas. Están llenas de objetos inútiles que los turistas compran sin pensar. Hay tazas con la cara de la reina, delantales con la bandera del país, cucharitas con el escudo de la ciudad y miles de imanes para la nevera. Al salir me encontré con el médico pelirrojo. Me invitó a un café. Alabó mi dedicación, dijo que no era frecuente encontrar una hija tan abnegada. Le dije que quería devolver a mi padre todo lo que él había hecho por mí cuando era niña. Era de justicia. No mentí. Me preguntó si podía invitarme a cenar alguna noche. Puse cara de preocupación, no quería dejar a mi padre solo tanto rato. Cuánto te admiro, me dijo.
Los días se suceden todos iguales. Me preocupa que mi padre se esté acostumbrando a la nueva situación. Ya no se altera cuando le digo que lo voy a dejar morir de sed, ni cuando acerco mi cigarrillo a escasos milímetros de su piel. Se ha dado cuenta de que no puedo hacerlo. No puedo herirlo, ni abandonarlo. No puedo hacer nada que deje marcas o que se vuelva en mi contra. Lo miro largo rato y le digo que lo odio. Apago la luz y salgo de la habitación.
Cocino comida española. Aquí todo es más caro. Hago tortilla de patatas, croquetas de pollo, arroz blanco. Me gusta la tortilla de patatas. Aquí comen a unas horas muy extrañas. Nosotros seguimos el horario español, como si no hubiéramos huido del pueblo hace veinte años. Mi padre apenas come, le tengo que triturar los alimentos y dárselos con una cuchara, como si fuera un bebé, pero no es un bebé sino un viejo con la baba colgando. Mientras le acerco la cuchara a la boca le hablo de Ricardo. Era camionero, Ricardo, mi marido, el Richi. De todos los viajes me traía un regalo. No eran regalos caros, solo pequeños detalles para demostrarme que se acordaba de mí. Tengo imanes para la nevera de todas las capitales europeas y ceniceros y cucharillas y postales y tazas de café como las que se venden en las tiendas de suvenires del centro. A su manera, Ricardo era un buen hombre. Una noche se fue para siempre. Aparcó el camión en un área de servicio cerca de Múnich con un cargamento de pollos vivos, tomó un café y desapareció. Un compañero declaró haberlo visto esperando un autobús en una parada a tres kilómetros del área de servicio. La compañía lo denunció. Cuando recogieron el camión casi la mitad de los pollos había muerto; al resto hubo que sacrificarlos. Ricardo me telefoneó dos meses después, estaba bien, me dijo, los pollos le habían convencido para que siguiera su camino.  Prefería que no le buscara. Me prometió que nunca más me llamaría.
El médico dice que mi padre está estable. No recuperará el habla, pero puede vivir en este estado algún tiempo. Ahora, dice, es cuestión de meses. Doy gracias a Dios, le respondo. Si recuperara el habla sería mi desgracia. Seguiré con él el tiempo necesario. Me he acostumbrado a la rutina. John me ha invitado a cenar a bordo de una barca en el río. Es muy romántico y nos besamos. Vuelvo pronto a casa. Ya sabes, mi padre, le digo.
Ricardo no quería tener hijos, pensaba que este mundo era una mierda y él no quería sentirse responsable de engendrar un nuevo ser humano. El hombre, decía, es el animal más cruel de la naturaleza. Un auténtico depredador de su propia especie. A mí me hubiera gustado tener hijos. Dos niñas, quizá. Las hubiera cuidado y peinado. También las habría protegido de las personas malas como mi padre.
He encontrado un puente lleno de arañas. Son pequeñas y de patas largas. Cada vez que voy al centro cojo una. Cuando llego a casa se la enseño a mi padre.  Se la pongo sobre la palma de la mano y espero a que le suba por el brazo. Puedo ver el terror en sus ojos. Luego siempre las mato, no quiero que lo piquen y la enfermera pregunte. El otro día encontré una gorda y peluda. Me dio asco incluso a mí. Dejé que se paseara por el brazo y subiera por la cara de mi padre. Luego la cogí y la aplasté entre dos cucharas. Mi padre apretaba los párpados con fuerza para no abrir los ojos. Cogí un poco de puré. La araña todavía movía una pata. Mi padre abrió los ojos cuando tragó la primera cucharada.
John dice que estoy muy pálida, que me convendría ir a la playa. Ya tendré tiempo, le respondo, cuando papá esté mejor. Lo he llamado así, papá, por primera vez. Es todo un eufemismo, los dos sabemos que mi padre morirá en unas semanas. Cada vez está más delgado; desde lo de la araña apenas prueba el puré, solo se alimenta de líquidos. Yo salgo todas las tardes con John. Ya hace buen tiempo y vamos a pasear por el parque, o a dar una vuelta al centro. También hemos ido de excursión por el río en una barcaza alargada con bancos corridos y neveras llenas de cerveza. Cuando llueve vamos al centro comercial. Un día me regaló una blusa, verde, muy fea. Aquí la gente tiene muy mal gusto para vestir. Le di las gracias con un beso largo y luego quería subir a casa. No me parece bien, le dije, estando mi padre moribundo en el cuarto de al lado. John se contrarió mucho: el pelo se le puso muy rojo, parecía que fuera a arder en cualquier momento. Nos iremos un fin de semana a la costa, propuso, te conviene salir.
Por las tardes le hablo a mi padre de John; es tan idiota como mi hermano, le digo. Pero tiene un buen trabajo y un buen sueldo. No tiene casa, pero en cuanto te mueras se puede instalar aquí. Habrá que pintar y tirar algunos muebles. Con el dinero que John tiene ahorrado podemos arreglar la cocina y el baño. Ricardo nunca tuvo dinero ahorrado. Se lo gastaba todo en beber con sus amigos y en regalos estúpidos para mí. Pero no era idiota. Antes de hablar con los pollos había sido un hombre cabal, incluso a veces me sorprendía con pensamientos transcendentes. Un auténtico filósofo. Por eso no quería tener hijos; pensaba demasiado para ser un buen padre. Con John será distinto: todavía estoy a tiempo de tener dos niñas pelirrojas que monten en bicicleta con la nariz apuntando a las nubes. Aunque me preocupa que salgan idiotas como mi hermano. Mi padre me mira sin pestañear. ¿Te acuerdas cuando le pegaste con el cinturón por mojar las sábanas? Las marcas le duraron varias semanas. Ni siquiera protestó. Mi padre mira a la pared y se le llenan los ojos de agua hasta que dos lágrimas gordas resbalan en silencio por sus mejillas.
Fuimos a la playa un fin de semana que John no tenía consulta en el hospital. Contrató una enfermera para que se quedara con mi padre. Yo estaba incómoda; no quería que otra mujer se ocupara de él. La playa es muy fea. El mar tiene el color del acero y el cielo el color del mar. Hace viento y frío. En este país incluso cuando hace calor hace frío. La arena es gorda y está húmeda. Me pongo un biquini amarillo que me compré en el centro comercial la semana anterior. Llamo la atención en aquella playa sin colores, con mi melena negra y el biquini amarillo. Me miran los hombres y las mujeres. John parece no darse cuenta o en todo caso no le importa. Yo creo que incluso le gusta. Me acaricia un hombro y recorre con su dedo índice los rodales rosas de mi tripa. Las peores cicatrices son las del corazón, dice. Yo pensé que había encontrado otro filósofo, como Ricardo, y que me iba a hablar sobre el amor y la necesidad de perdonar, y sin embargo se pierde en una larga perorata sobre las secuelas que dejan los infartos de miocardio y las enfermedades infantiles. Cuando ya pensaba que era idiota del todo, me dice que la venganza es un juego peligroso.
Mi padre mejoró los tres días que estuvo con la enfermera. Come muy bien, duerme diez horas y se entretiene con la televisión, dijo la enfermera con tono profesional; lo único preocupante son las heridas que se le están formando en el coxis y en los talones, Yo ni siquiera había encendido la televisión, no se me había ocurrido que pudiera querer entretenerse. Lo único que tenía que hacer era morirse, y eso parecía cada vez más lejano.
Compro un colchón especial y comienzo a moverle cada dos horas. La sangre tiene que circular para que no se hagan escaras. Le pongo la televisión por las mañanas mientras limpio la casa. Compro pintura blanca y pinto las paredes de mi habitación y también algunos muebles: la mesa del comedor, las dos sillas, el cabecero de mi cama. Doy cera al suelo de madera y limpio el baño con lejía. Ahora la casa parece más grande. John viene todas las tardes; nos sentamos alrededor de la mesa camilla y hablamos del tiempo y de la familia real británica. Como a todos los ingleses, a John le gusta hablar del tiempo. También le gusta la tortilla de patata. Desde que volvimos de la playa ha engordado unos quilos. Mi padre también. Le juré que nunca más le metería una araña en el puré y ya come con normalidad. A veces, incluso, le doy un poco de tortilla de patata triturada, para que la pruebe, sé que le gusta. He dejado de fumar porque huele mal y a John le desagrada, le molesta el humo.
Un día John trajo una silla de ruedas. La había cogido del hospital. Me dijo que la iban a tirar porque estaba muy vieja. Para mover a tu padre por la casa servirá, incluso podemos sacarlo al jardín los días que haga sol, dijo. Parecía contento con la posibilidad de sacarlo al aire libre. Yo no entendía para qué tenía que mover a mi padre por la casa. No quería sacarlo al jardín. En el jardín tomaba yo el sol, sola. Su vida ya había mejorado desde que le ponía la televisión y le dejaba horas con la baba colgando y la mirada fija. Eres un ángel, John, le dije. Se puso muy rojo y sonrió. Me abrazó con suavidad. Se está bien entre sus brazos llenos de pecas.
Empujo a mi padre por las habitaciones de la casa. La silla de ruedas rechina, como las bicicletas antiguas, oxidadas. Como la bicicleta del idiota de mi hermano. A él le comprasteis una bicicleta azul, grande, con una cadena que había que engrasar todas las semanas, le digo a mi padre. Yo le ayudaba a dar la vuelta a la bicicleta para engrasar la cadena. A veces se salía y había que volver a ponerla en el plato dentado. Yo tocaba con codicia la bolsita de cuero marrón que colgaba del sillín, donde mi hermano guardaba las herramientas de la bicicleta; unos alicates, una llave inglesa y unas tuercas de repuesto. Nunca pude montarla. Las niñas decentes no montan en bicicletas de chicos. Mi hermano iba a la obra en la bicicleta. Era, decía mi madre, una herramienta de trabajo. Yo no podía tocarla. Yo no tenía herramientas, ni trabajo, ni bicicleta.
Hemos sacado a mi padre al jardín. Le pongo un gorro de paja para que no le dé el sol en la cabeza. Como tiene la piel muy blanca, casi transparente, le echo mucha crema para que no se queme. John se va al anochecer. Se despide de mi padre con unas palmaditas en la espalda y me da un beso en la puerta. Mi padre nos mira con la baba colgando. Yo creo, le digo mientras lo acuesto, que a John le gustaría pedirte mi mano, es muy tradicional. Mi padre hace un ruido gutural que me desconcierta. Espero que te mueras antes, le susurro muy cerca de la oreja.
Hace un calor húmedo y pegajoso y anochece muy tarde. Hay días en los que el cielo está completamente azul, aunque es un azul parecido al gris del acero, como el del mar de la playa. En nuestro pueblo el cielo tenía un color azul rabioso, limpio, pulido. Las casas eran blancas y el calor seco. Todo estaba limpio y ordenado. En esta ciudad hay demasiada humedad para que las cosas estén limpias. Ni siquiera se seca la ropa; siempre le queda un resto de humedad que te enfría la piel.
Ya no hay estudiantes. Estarán emborrachándose en la Costa Brava o en Mallorca. Los echo de menos cuando voy al parque. A veces estoy sola. A veces veo a un hombre paseando al perro. Siempre hay ciclistas que atraviesan el parque por el camino de tierra. Pienso que cuando el mundo se acabe, aquí seguirá habiendo ciclistas que atraviesen el parque a toda velocidad.
John dice que hay que engrasar las ruedas de la silla de mi padre. Trae grasa de la cadena de su bicicleta. Yo lo haré, le digo. Engraso la silla de ruedas despacio, con pericia. John me mira sin pestañear. Creo que estos días de calor le han salido más pecas.
Voy al centro en autobús. John va en bicicleta. Nos reunimos en la tienda de suvenires. En el autobús solo hay viejas con vestidos color pastel. Llevo el pelo suelto y el vestido de flores. John me invita a un helado. ¡Qué guapa eres!, me dice.
Mi padre está ganando peso. Cada día me cuesta más esfuerzo sentarlo en la silla de ruedas. Se lo digo a John. Está mejorando mucho, contesta. Hacemos una barbacoa en el jardín. Mi padre hace unos ruidos guturales que me ponen muy nerviosa. Creo que intenta hablar. No puedo permitirlo. John se va temprano; mañana tiene guardia en el hospital.
Tumbo a mi padre en la cama. Lo único que tenías que hacer era morirte, le digo. Vuelvo a ver el miedo en sus ojos. No te harán autopsia porque eres un enfermo crónico. Ahora me parece ver alivio en su mirada y un amago de sonrisa. Le tapo la cara con la almohada. Convulsiona durante unos segundos eternos.
No quise ver el cadáver de mi hermano. Estaba desfigurado por la caída, me dijeron. Mi padre sí lo vio, tuvo que identificarlo en el depósito. Mi hermano y yo teníamos la misma marca en el dorso de la mano derecha, un redondel rosa en el que faltaba una capa de piel, la más externa. Era nuestra marca de familia, la prueba de que éramos hermanos. Otros tienen un lunar en el mismo sitio, o pecas, o el pelo de un determinado color, o la misma forma de la nariz. Nosotros teníamos nuestra marca de hermanos. Cuando nos reconciliábamos después de alguna pelea, o cuando teníamos miedo, juntábamos nuestras manos por el dorso, uniendo nuestras marcas. Mi hermano nunca lo supo, no llegó a conocer a Ricardo. Murió con diecinueve años porque no se había colocado un arnés. Era idiota, pero era mi hermano.
John firmó el certificado de defunción. Ya te dije que podía pasar el cualquier momento, me consoló. Me agarraba por la espalda y me besaba la cabeza. Se mudó a mi casa al día siguiente. No quiero que estés sola, me dijo. Trajo varias maletas, un equipo de música y una jarra para hervir el agua del té. Compró pintura de color crema y pintó el salón y la habitación de mi padre, la más grande de la casa. Este será mi estudio, dijo. Su tono no admitía réplica. En mi estudio solo entraré yo; no me gusta que nadie toque mis cosas. Cerró la puerta con llave.
Han tardado casi una semana en dar el permiso para enterrar a mi padre. Aquí todo va al revés; primero se solucionan los papeles y después se entierra al muerto. Al entierro solo vamos John y yo. Cuando volvemos a casa, encuentro una bicicleta nueva, con barra, apoyada en la puerta de entrada. John sonríe y me retira el pelo de la cara. Supuse que la querrías azul, susurra.



LA MAÑANA DE AUTOS. De Damián Torrijos (Huesca)


—Repite —dijo el juez—. ¡Con calma!
Mantuvo en alto el índice de amonestar y el agente bajó los ojos de parecer sumiso. Todos en derredor, inmóviles, cohibidos, analizaban los pormenores de la escala gestual; buscaban en los indicios un motivo para el suspiro.
El juez se sentó despacio; aún esgrimía el dedo. El agente tomó aire. Pero el magistrado, de pronto, abrió el puño. Fue una explosión de palmas taxativas, de rotundas palmas salomónicas que no admitían dislates. El agente suspendió el aliento ante la admonición. Pareció un episodio de quiromancia: en la mano abierta se podía leer, silabeada, la inquietud de su señoría. El juez alzó también la palma izquierda, y ya con ambas matizó, y modeló un ruego y lo esparció en el vacío. La súplica, de tener forma, hubiera de ser redonda y liviana, y habría flotado despacio, hasta perderse en el crucero; invisible y todo, el juez la contempló como si llevara prendida su esperanza. El juez quería escuchar de nuevo aquel cuento y a la vez no quería: era demasiado irreal como atestado y demasiado racional como fábula. Asumió que sentía un miedo de inútil clasificación.
Apenas sumaban una docena, pero se sentían muchedumbre. Apiñados en torno al confesonario, contritos por simpatía, no sabían bien qué hacer con la mirada. Alguno, acaso el más indolente, la paseaba por la iglesia; la detenía, por ejemplo, en el retablo, donde la purpurina daba sustancia al álgebra celestial. El propio juez había advertido las alegorías (el círculo inmaculado inscrito en el triángulo impecable); pero, lejos de confortar, la solidez de lo divino acentuaba el precario equilibrio humano. Sucedía además con el silencio. Los ecos del templo se encontraban en lo más alto de las naves, provocando una suerte de desazón abombada; y ese rumor pesaba sobre los susurros como un mandamiento violentado. El párroco, hospitalario, había traído una silla para el juez, pero la ficción del bienestar se tronzaba con los crujidos de la madera.
Su señoría se debatía entre la firmeza del procedimiento y la cualidad blanda de sus deseos. Sobre todo quería escapar; por un instante feliz, su pensamiento remontó la atmósfera empolvada de la iglesia. Muy arriba, en los vanos del tambor, el aleteo de las palomas era una mirífica presunción de ángeles. Aspiró el perfume sacramental de la resina, del incienso y las flores pochas. Pero advirtió enseguida el peso insoportable del deber. Juntó las palmas, como quien se ofrece a un sacrificio litúrgico, y se resignó.
—Volvamos al principio. ¿Han salido las ancianitas? ¿Todas? —El agente asintió—. Que cierren las puertas. Que nadie entre o salga sin mi permiso. No quiero sorpresas. ¿Estamos?
Un tipo uniformado apretó el paso hacia la entrada. Esa nota de urgencia agravó el sentimiento de intrusión y todos, una vez más, eludieron el contacto social de la mirada. A un carraspeo del juez se irguieron, modosos; a una señal de su mentón, el agente habló en voz baja.
—A ver, empiezo… —Antes de hablar, para no hundirse en el fárrago, el agente tanteaba las palabras con la punta del pie—. El párroco, aquí presente, ha encontrado el cadáver al acabar la misa de siete. Digamos que a las siete y media. Todos los días, a esa hora, puntual, el difunto salía del confesonario.
—Si salía difunto era cosa de ver. ¿Y los otros curas?
—No hay más —terció el párroco—. A esa hora, tan de mañana, nos valemos los dos. Está Martín, claro, el monaguillo, pero no cuenta. Y el pobre, además...
—¿Dónde está?
—Espera en la sacristía. Muy asustado.
El juez vio en el rostro del párroco una razón oculta. No le pareció un gesto culpable. No era complicidad con el monaguillo sino con el propio magistrado, como si ambos compartieran un motivo sobreentendido. El cura tenía por amor de lo votivo un triste color céreo
—¿Qué le llamó la atención? ¿Por qué se acercó usted al confesonario?
—Cada mañana digo la misa de siete y él atiende a los feligreses. Es más justo decir las feligresas, porque pocas veces hay hombres. Después de la misa, teníamos la costumbre de desayunar juntos. ¡Magdalenas con vino dulce, fíjese! Él siempre me esperaba ahí, donde el ambón. Hoy no. He visto encendida la lámpara del confesonario y he supuesto que aún estaba ocupado. Luego, al rato, ya me ha parecido extraño. He pensado que igual se había quedado dormido.
—Y se ha acercado y…
—Estaba muerto.
El juez se levantó. Le bastó el arco de las cejas para dar instrucciones. El agente cerró la puerta del confesonario, que rechinó con una estridencia sobrecogedora; apagó el foco, suministro de la policía científica. Sin esa luz, que concedía al cadáver una asepsia despiadada, industrial, la escena volvió al claroscuro tremendista. La cabina estaba muy decorada con grutescos, que confluían arriba, en el friso, en la talla de un calvario. Dos cortinas de terciopelo se apoyaban en la repisa. Entre ambas, el rostro del cura era apenas un barrunto. Había una bombilla en el interior que daba un resplandor tenue, casi extinto; tal vez no era útil al confesor, pero sumergía al penitente en una formidable ilusión de presencias sugeridas.
—Usted se acerca —siguió el juez—, ¿y después?
—He mirado, claro.
—Hágalo.
El párroco apartó una cortina y el brillo de los candeleros desveló media cara. Era una mitad suficiente. Tenía el muerto los párpados caídos, lánguidos pero entreabiertos; la hemorragia nasal, ya seca, evocaba un patético bigote pintado; en el belfo se condensaba un grumo ominoso. Apoyado en la celosía, con la mandíbula descolgada y esa pamplina en los ojos, el difunto se adentraba con pereza en la eternidad.
El juez se movía de un lado a otro, atisbando con actitud pericial. No había gran cosa que ver, pero formaba parte del protocolo. Los funcionarios seguían sus evoluciones con la discreción reverente que merecen los grandes magos.
—Y usted no toca nada.
—Nada. ¿Qué había de tocar?
—Y llama a la policía. ¿Por qué no pidió usted una ambulancia?
—¿Para qué? Estaba muerto. —El párroco tenía esa voz aflautada, melindrosa, que se elabora como un prodigio interdental. Pero la estropeó finalmente y el hombrecito comenzó a llorar—. Estaba muerto…
El juez asistió impávido a los sollozos. Un hombre puede esconder una mentira entre las lágrimas; se puede atestiguar la verdad con un mutismo de apariencia culpable. Su señoría esquivó un dolor tan bien llorado y se encaró con el forense de guardia preguntando con el pico de las cejas.
—Le cuento más tarde a su señoría, pero yo creo que es muerte natural.
Tres veces había repetido el interrogatorio; las respuestas eran idénticas y apuntaban ya la sordina del tedio. Arriba, en la cúpula, el zureo de las palomas tenía un rasgo de impaciencia. Había llegado de nuevo al borde mismo de la sensatez, y la locura intuida le producía vértigo. Pero se impuso disciplina sumaria ante lo insoslayable.
El juez, entonces, volvió a la silla, respiró hondo y extendió el índice.
—Ahora sigue. Repite. Pero con calma.
El vacío rebombaba muy grave y a veces apostillaba con ecos de agudeza infinita. El agente boqueaba, tímido, aplastado por los armónicos del templo. Las palabras se desleían en su lengua como pan consagrado.
—El párroco llama a comisaría —empezó—. Tiene el instinto de pedir a las fieli… a las firigle…
—Las feligresas.
—A las viejas, sí. Tiene el reflejo de pedir que se queden. Hay veinte. Veinte mujeres. Señoría, necesito que crea que eran veinte. Voy y les tomo declaración. Durante la misa, tres se confesaron con el finado. Las otras…
—Suéltalo.
—Son diecisiete, señoría.
—Arranca.
—Las otras vieron al finado confesándose.
—Ya. —El juez se atusó las sienes. Le volvió al corazón esa amenaza de vacío y miedo. Sentía las yemas muy frías—. ¿Y con quién se confesaba?
—Con el finado.
Volvió a pasar: el frío se concretó en un perdigón y se deslizó a través de la médula espinal. Lo percibió en cada vértebra con un tintineo. Notó además un nudo de congoja en el diafragma. Pero el juez se negó cualquier titubeo. La clave estaba en el método: pautas en la inspiración, silogismos sin tacha en el razonamiento. Estructuras en el aire donde sustentar la vida; un tamiz estructurado para separar la emoción y sus parásitos. Le sudaban las palmas y él, para disimular, las enjugaba en los pantalones como quien refuerza su autoridad.
—No sé si lo cojo —se ensañó el juez—. El finado se estaba confesando con el finado.
—Señoría…
—O sea, el finado estaba dentro y fuera del confesonario.
—Señoría, casi todas recuerdan el momento. Fue cuando la consagración. Cruzó frente al altar… otra vez.
—Porque ya lo había cruzado antes.
—Son diecisiete, señoría. Todas lo cuentan igual. Se santiguó, siguió hasta el confesonario…
—Pero no entró. Se quedó de rodillas.
—En la ventanita, sí, para confesarse. Eso, ya digo, las diecisiete. —Tragó saliva. Era tan delgado el agente que la nuez casi se movía exenta—. Voy y tomo declaración a las tres viejas que se confesaron. Las tres lo hicieron con el finado. Y luego insiste: el cura no salió del confesonario en toda la misa. No se movió. Las cortinas estaban echadas. No veían el interior, claro, pero sí la puerta. Y el cura no salió del confesonario.
—En resumen, que no se movió ante nadie el finado que cruzó ante todas.
—Todas no, con el permiso de su señoría. Todas menos tres.
—¡Lo he visto! ¡Lo he visto!
El grito, en falsete, venía de los bancos antes de crecerse en los retumbos. La concurrencia se abrió pulcramente en abanico. Fue más un recurso de precaución que un gesto de urbanidad: el juez, en efecto, parecía dispuesto a embestir.
—Es Mateo, el sacristán. Es un decir. Hace lo que puede, pero está un poco… Es un infeliz —dijo el párroco. Lo hizo entre los jipíos: la voz minuciosa y atildada se había roto para siempre.
—¡No se movió, monseñor, que yo lo vi! ¡Entró en la garita y no salió más!
El sacristán tenía un timbre engañoso. El tipo era alto y forzudo, y era también, por sutilezas inaprensibles, no tanto viejo como antiguo. Con el mostacho y la cabeza monda tenía trazas de un Hércules de tiovivo. El juez observó un asomo de infantil en aquellos ojos húmedos y sintió una fluencia de piedad hacia el gigante. Pero ante el palpable delirio colectivo no cabía afecto alguno. En consecuencia, arrugó el ceño; le dio un cariz foral tintado de alevosía, con matices de arrebato y fuerza en las cosas. Y bajo la opresión de la mirada de autos, el agente corrió a interrogar al sacristán como perseguido por un otrosí.
Fuera, más allá de los muros, la vida normal prosperaba. La mañana se aupaba sin prisa sobre la iglesia. El templo era feo sin remisión. La fachada barroca tenía las aristas pulidas por el cierzo. Ya dentro, la fealdad, a su modo, favorecía la penitencia. Cada poco las nubes colaban un rayo de sol; la luz se rompía en las vidrieras y se armaba en las paredes. A veces, un reflejo bermellón se estrellaba en la frente de un parroquiano, y se diría que un Dios iracundo señalara a los grandes pecadores. A veces, con auxilio del polvo en suspensión, los figurantes se veían envueltos en haces de lavanda, como ungidos por un Dios compasivo. Pero en la cólera y en la bondad había un énfasis abusivo, para que los hombres, los regañados y los bendecidos, se supieran sometidos a un tramoyista sobrehumano.
El juez guardaba esa percepción como una devoción secreta. La guardaba ahí donde el magistrado podía rendirse a las futesas y custodiaba los miedos confiscados. En aquel sagrario escondía también los pujos emotivos. El agente era un muchacho estúpido de pelo cementado por las capas de fijador. El párroco era un cura muy chiquito en una iglesia demasiado grande, y esas tallas de más le daban aire de niño desamparado. Solo el muerto, con el pundonor que exhiben los cadáveres en presencia de los vivos, ocupaba su lugar idóneo en el universo. El sacristán, sin embargo, despedía un efluvio turbador que el juez no podía clasificar. A medida que estudiaba el movimiento compulsivo de las manos, mientras analizaba su mirada bovina, el juez se descubría embelesado. Era una seducción morbosa, censurada por el digesto intelectivo; saberla prohibida y experimentar la tentación producía en el magistrado una molesta sensación de incertidumbre. Se extendía sobre su estómago como una faja helada.
El forense, con las manos en los bolsillos, esperaba con un mohín de sarcasmo.
—¿Qué? ¿Puedo?
—Sí, puede —concedió el juez—. Muévanlo.
Las palabras, las preceptivas, disolvieron la expectación. Todos, activados por el mismo disparador, se abalanzaron sobre el confesonario. Cada cual ejerció su competencia sin tropiezos, inmerso en un complejo minué administrativo. Unos empolvaron la madera; otros asieron el cadáver sin aprensión; tomaban fotos, hacían croquis, medían distancias. Esa soltura inconmovible saturó la entereza del párroco, y, doblado sobre un banco, vomitó por fin las magdalenas.
El muerto, a pesar de su aspecto melancólico, conservaba cierto porte de vejez gallarda. La sotana, ya insólita entre el clero local, le confería además un decoro solemne. Mientras el forense, de rodillas junto al cadáver, le palpaba el cuello, la boca se abría y se cerraba imperceptiblemente. Los ojos muertos miraban al juez y los labios se movían como musitando. El magistrado tuvo que apartar la vista del cadáver locuaz.
Para eludir esa ensoñación macabra repasó en silencio sus notas mentales. Nada implicaba un crimen, por el momento, pero sí había intriga. El juez no tenía dudas: en la historia de las viejas se enredaban dos sacerdotes. Era una cuestión de identidad. Mientras el difunto confesaba a las parroquianas, el segundo se había colado en la escena. O bien, el difunto…
—¿Qué nombre era? —preguntó sin volverse.
—Martín—respondió una voz—. El padre Martín.
O bien, pues, el padre Martín había cruzado frente al altar mientras el otro sacerdote, quien fuere, confesaba a las ancianas. Eso era: una sencilla confusión.
Anduvo hasta el párroco, que tenía un barniz cetrino en el rostro y lamparones en la solapa.
—Oiga, ¿cada uno de ustedes tiene asignado un confesonario? ¿El padre Martín ocupaba siempre el mismo? —El párroco asintió—. ¿Algún sacerdote pudo equivocarse?
El cura, desplomado en el banco, le lanzó una mirada dolida ante la ignominia. Era evidente que, en aquella iglesia, un ministro de Dios podía morir honradamente en su confesonario, pero en modo alguno confundirlo con otro. El forense se acercó y citó al juez con un ademán discreto. Hablaron apartados y en susurros.
—No veo heridas aparentes. Hay protrusión en un ojo. Sería útil saber si sufría dolores de cabeza, pérdidas sensoriales…
—¿Muerte natural, entonces?
—Prefiero esperar. Por ahora, sin abrirlo, me inclino por un tumor. Me lo llevo, con su permiso.
El juez lo concedió en silencio. Pero, de inmediato, retuvo al forense y llamó por señas a un policía uniformado.
—Salga y vea si hay muchos curiosos. Si hay gente esperando, busque una salida más discreta. Pregunte al sacristán.
Se despidió entonces del forense y volvió junto al párroco. Se forzó a ignorar las vaharadas agrias del vino devuelto.
—Se van a llevar el cuerpo. Oiga, padre, si hay algo que usted… —Buscaba en vano los términos de etiqueta—. No sé si debe hacer algo en particular… Una extremaunción, un rezo, qué sé yo… Tiene que ser ahora.
El párroco intento levantarse, pero a medio camino se quedó quieto, muy quieto. Así, en una dramática postura de jinete descabalgado, luchó por contener el llanto. Fue inútil. El pavor le produjo arcadas secas, agónicas; el hombre se dejó caer, derrotado por la asunción de su infamia. A punto estuvo el magistrado de palmear su espalda. En el último instante, cuando levantaba la mano (la mano caritativa, la de procurar consuelo), recordó que había abolido la noción de filantropía; que el párroco, antes o después, habría de someterse al litigio de sí mismo. Y se alejó sin hacer ruido, evitando no el dolor ajeno sino su propia inclinación al prejuicio.
El agente se acercó a la carrerilla.
—Señoría… Ha de oírlo usted. El sacristán se va de cabeza. ¡Si me llama monseñor!
—¿Qué hay?
—No puedo, señoría. Si lo explico yo, usted me toma por imbécil.
El juez se escribió en las pupilas con esmero: Ya lo hago. Sostuvo la mirada del agente, que no supo leer la tinta simpática. Al muchacho le corría una gota de sudor por la sien; era una gota pingüe, morosa y fascinante. De cerca, el chico olía a orina y polvos de talco. Renunció el juez: cerró los ojos. Se había privado del altruismo, sí, pero también del recelo. El brote de aversión no era más oportuno que la misericordia.
—Oye, dile al forense que eche una ojeada al párroco.
—A la orden.
—Que lo haga como quien no quiere, ¿estamos? Que te cuente después. Es mucha histeria para un señor tan mayorcito.
El agente lo tomó por un chiste y forzó unas carcajadas de cortesía. Durante segundos interminables, todos volvieron la cabeza hacia el relincho. El juez sentía plomadas en el esófago.
—Hijo… Que Dios te ampare.
Le dio la espalda y caminó hacia el sacristán. Para su extrañeza, apreció de nuevo un flujo de afecto hacia el gigante. Era una impresión difusa pero incontestable, y también era absurda por completo. Según se acercaba consiguió determinar su origen: el sacristán encerraba el alma de un monaguillo. Sus dedos se enlazaban con inquietud pueril; ladeaba la cabeza y miraba de reojo, tal vez avergonzado de su tamaño desmedido. El juez no pudo evitar la ilación: el párroco era un señor embutido en un cuerpo infantil; el sacristán era un crío en las entrañas de un coloso. Ambos estaban sencillamente permutados. Y a pesar del interdicto se recreó en esa oleada afectiva y permitió que emergieran los vestigios del cariño.
El sacristán esperaba en un banco, cabizbajo, tan en la esquina como permitía el equilibrio.
—¿Puedo sentarme con usted? —El hombretón asintió y el juez se acomodó a su lado—. Se llama usted Mateo, ¿no?
—Como el evangelista. El ángel, ¿sabe? No el toro, ni el águila, ni el león. El ángel.
Al hablar lanzaba vistazos al juez; en las miradas, fugaces y todo, le brillaba un poso de amargura. Vestía un traje demasiado estrecho, que en los puños y en la espalda, cuando el gigante se distendía, conservaba los reflejos del nailon.
—Mateo, ¿apreciaba mucho al padre Martín?
—Mucho no. Gritaba, ¿sabe usted? Dijo que yo había manchado el facistol. Pero no, yo le di con betún de Judea porque hace más bonito en las rayas. Se ponen negras. —El juez estaba perplejo—. Las rayas.
—¿Qué rayas?
—Las rayas de la madera. De una hoja, por ejemplo. Las rayas se ponen negras y los bultos no. Pero hay que saber darle.
El sacristán se encogió, al tiempo avergonzado y presumido, y le prendió en el cráneo un rubor fogoso.
—¿Y qué ha pasado hoy, Mateo?
—Que se ha muerto el padre, monseñor.
—Y usted lo ha visto en el confesonario.
—Ya lo creo. Como todas las mañanas. Cuando empieza la misa de siete, va y se sienta. Y enciende la lamparita. Y cuando está encendida, uno va y se confiesa.
—O sea, esta mañana ha visto al padre Martín dentro del confesonario.
—Sí. Dentro, también.
El juez dio un respingo. Una garrampa de angustia le pellizcó el pecho.
—¿También? O sea, ¿también hoy?
—No. También dentro. Es que fuera también estaba.
El magistrado se estremeció. Notó en el ambiente una pátina indefinible, como si los cauces de la cordura se hubieran oxidado de repente. Se aflojó el nudo de la corbata y respiró su propio sudor evaporado, tibio y sofocante. El sacristán, sin saberlo, tenía propiedades galvánicas y erizaba el vello de sus contertulios.
Para no atemorizar al testigo, el juez se propuso hablar sin una entonación determinada, y se asustó él de la voz átona, que sugería un orden nuevo e inaudito.
—Cuénteme lo que vio, Mateo. Tómese el tiempo que quiera, pero explíquese. Necesito que se concentre usted.
—Si es fácil, monseñor. A las siete, como siempre, el padre Martín ha salido por esa puerta chica. Ha pasado por ahí, por ahí, por ahí… —el sacristán movía dos dedos en el aire, como piernecillas, paseando la mano por el camino figurado—, y ha entrado en el confesonario. Ha encendido la lamparita, que es roja, ¿sabe usted?
—Siga, Mateo, por favor. —Si el juez miraba fijamente al sacristán, le veía correr chiribitas por la piel—. El padre entra en el confesonario, ¿y…?
—Y han pasado tres señoras. Doña Isabel, doña Fina, pero la Fina de Comín, no la de Cebada, y la viuda de Gómez-Gago. Puede ser que le cueste decir a usted Gómez-Gago, monseñor, pero es lo que hay. Han pasado las tres, ya digo, se han confesado y han vuelto a su banco. Luego, cuando la consagración, ha vuelto a cruzar por ahí el padre Martín.
—Que había salido del confesonario.
—No. Estaba dentro. No se ha movido.
—¡Pero entonces pasa dos veces!
—Es que ha pasado dos veces, monseñor. Y entonces el padre Martín se ha confesado con el padre Martín. Se ha puesto de rodillas donde la reja, si usted me entiende, para que el otro padre Martín le diera la absolución. Yo estaba ahí, en la pila bautismal. Desde ahí se ve todo. En fin…
El juez se quedó colgado de los puntos suspensivos. Se sabía cautivo de un loco, pero era la suya una locura dulce y seductora. Lo otro, la vida, resultaba prosaico y obsoleto.
—Mateo, no pudo verlo. El interior está demasiado oscuro. Pudo verlo fuera, pero dentro… es imposible.
—Ha abierto usted la puerta, ¿verdad? Yo lo he oído desde la sacristía. Estaba a cinco metros del confesonario cuando ha entrado el padre Martín. No ha salido. Aunque yo fuera ciego, habría oído la puerta. Y si no ha salido es porque estaba dentro. Y como también estaba fuera, pues eso. Estaba dentro y fuera. Estaba dos veces.
—Pero… Solo hay un cuerpo.
—Fíjese, monseñor, ya lo he pensado. Me he descuidado un momento y cuando he vuelto la cabeza el padre Martín de fuera ya no estaba. Eso me ha parecido raro.
—¡Por Dios! ¿Eso se le hace raro? ¿No le ha extrañado que el padre estuviera dos veces? ¿No le asusta?
El sacristán arrugó la frente y calló un rato largo. Con la uña, abstraído, rascaba obsesivamente las vetas de la madera. Su respiración bufaba entre los pelos del mostacho. Luego apoyó la mano inmensa en la rodilla del juez y habló en cuchicheos.
—Por Dios, ya dice bien usted. Sienta: «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan». No soy muy despierto, monseñor, esa es la verdad. Pero oigo muy bien la misa. Yo pienso… —se detuvo, inseguro, como si dudara en compartir un misterio —. Yo pienso que el padre Martín no era del todo bueno, pero sí era del todo cura. Allá, dentro, en el confesonario, había de darle muchas vueltas a la cabeza. Yo creo, en fin, que supo que se iba a morir, aunque no supiera que lo sabía, si usted me entiende. Y la parte que lo sabía se confesó con la mitad que no lo sabía. Eso creo yo.
Su señoría, a su vez, se supo arrobado. Lo experimentaba como un remoto temblor sentimental: un afecto que vibrara lejano pero nutriente. El forzudo tenía el halo sutilísimo de los santos.
—Pero, Mateo, me habla usted de un milagro.
—Pues igual. A lo mejor no hace falta ser muy bueno, monseñor. Igual ya basta con no ser muy malo. Usted piense que los hombres que se van a morir enseguida, pero no se dan cuenta, también tienen derecho a la vida eterna. Y si es un milagro, habría de pasar aquí. Sí, eso creo yo.
El juez, silencioso, se dejaba mecer por las olas blandas de la ternura. El sacristán parpadeó y expulsó una lágrima, solo una, perfecta, que se deslizó entre las arrugas hasta sumirse en el bigote. Dejó una cicatriz que refulgía en la media luz.
El hechizo se quebró con el ruido impertinente de la camilla. Se llevaban el cadáver por los anejos del templo, evitando la portada. Cuando el cortejo estaba a punto de desaparecer por el coro, se oyó la llamada del párroco: era todavía un grito de plañidero, pero insinuaba una intención de aplomo. Luego, con un prurito de entereza, se acercó al difunto a pasos cortos. Descubrieron el rostro del padre Martín. El párroco empezó a bisbisar; supuso el juez que por fin había dado con el valor necesario. Junto a las sillerías y bajo los frescos piadosos, el séquito era una brutal irrupción de mediocridad. Y a pesar de ello, el juez apreciaba una belleza extraordinaria en los camilleros indolentes; en el párroco, casi encaramado al acero inoxidable; en los uniformes policiales, que evocaban un pintoresco sanedrín pagano. Entre las referencias descomunales a lo divino era un cuadro netamente humano.
El juez se levantó jadeando.
—Mateo… Tendré que citarle para una declaración oficial. ¿Lo comprende usted?
—Yo, lo que mande, monseñor. Vaya usted con Dios.
Los funcionarios recogían sus aperos. Se escuchaba el siseo pastoral y el aleteo arcangélico de las palomas. El agente, simulando circunspección, controlaba tontamente idas y venidas. Y el juez vacilaba entre la arcadia mansa del sacristán y el hermético rigor procedimental. Se le apretaban las dudas bajo el esternón y le costaba respirar.
Caminó hasta el confesonario, muy despacio, dando tiempo a las querencias. La cabina abierta y vacía era una llamada a la devoción, pero también a la lucidez. De haber un enigma, se encontraba sin duda en los maderos labrados. El juez pisaba el umbral entre dos mundos de naturaleza contradictoria: el hermoso caos del sacristán, donde la lírica alimentaba los portentos, y el sistema irreductible del Aranzadi.
El interior de la garita era funcional y severo. Del exterior, todo eran follajes y cornucopias sagradas; por dentro, las tablas apenas estaban desbastadas. Había un taburete, poco más que un escabel. El juez se sentó. Con la puerta abierta sintió una carga de intrusión. Estiró el brazo y cerró el portillo. Los goznes crujieron con un gemido atroz. Entendió que el confesonario, todo él, actuaba como caja de resonancia y hubo de aceptar el criterio del sacristán: era imposible ignorar ese ruido. A través de las cortinas solo distinguía parte de los bancos; a través de las celosías, nada. Al alcance de su mano descubrió dos interruptores de palomilla. Con el primero no hubo efecto aparente, y supuso que controlaba el piloto rojo. El segundo encendió una lamparita mortecina. Golpeó la pared trasera con los nudillos y casi le defraudó su solidez. Era un recinto vulgar que aludía a la muerte ordinaria de hombres normales. No había trampa: no la había en términos físicos y no era patente al arbitrio de la fe.
Y, sin embargo, el juez degustó la confortable soledad. Escuchó el murmullo de sus arterias. No había eco alguno: la iglesia atmosférica, el templo de las grandes cúpulas celestes, quedaba aplazado por el silencio rústico y guateado de la cabina. Apretó los ojos y buscó referencias sensoriales, pero estaba envuelto en una quietud más que perfecta. En cierto modo, pudo imaginar los procesos mentales del confesor. No eran muy diferentes de los suyos; si acaso, de esa oscuridad los culpables salían absueltos sin excepción. Agradeció ese momento de calma absoluta. Le reconcilió con los agentes lerdos y con los muertos lenguaraces, con los delitos y las faltas, con la sospecha, la prueba, el delirio y las emociones sepultadas. Después abrió los ojos y se sintió ligero y aliviado.
Salió del confesonario, sacudido de nuevo por sus gemidos sobrenaturales. En la puerta de la sacristía esperaban todos, serviciales los unos por subordinados y los otros por el simple amor del servicio. Cuando se dirigió al agente intentó sonreír.
—Que precinten el confesonario. Y deja dos hombres a las órdenes del párroco. Si le parecen suficientes, padre, desde luego.
—Espero que sobren los dos. ¿Tardará mucho en…? ¿Cuándo podremos…?
—Lo antes posible. Se hará la autopsia esta misma tarde. Tiene usted mi palabra.
Se quedaron callados, en esa espera violenta que precede a las despedidas formales. Luego se estrecharon la mano y el juez abrió camino.
—¡Monseñor! —El sacristán, lloroso, se secó los mocos con la bocamanga—. ¡Dios le bendiga!
—Sí, señoría, que Dios le bendiga —añadió el gigante—. Ha sido un gesto muy hermoso.
El magistrado llegó a dar dos pasos. Dos: el primero para asumir, el segundo para presentir. Se volvió. Le percutía el temor entre los pulmones.
—¿Qué gesto, padre?
—Hace un momento…
—¿Qué gesto, Mateo?
—En el confesonario, monseñor.
El párroco lo tomó por el brazo. Emanaba un candor paralizante.
—Cuando se ha arrodillado, señoría.
El juez intentó hablar, pero las palabras eran pelotas de espuma en el trigémino. Ordenó la memoria inmediata y se quedó enredado en las volutas del miedo. Recordó un nudo en el diafragma, una faja de hielo en el estómago, las dudas como pinzas en el esternón, la percusión en los pulmones… Advirtió una imagen anómala en la periferia del campo visual: los pilares del templo eran telescópicos y se estiraban hasta alturas inconcebibles.
—No me he arrodillado fuera. Me he sentado dentro, padre.
—¿Señoría?
—Estaba dentro. ¡Me he sentado dentro!
—¡Que Dios me asista! ¡Si lo hemos visto todos!
—Se ha puesto de rodillas, monseñor. De rodillas, para confesarse. ¡Dios le bendiga!
Su señoría abrió la boca para rebatir, o implorar, o convencer; pero devolvió un borbotón de la vida misma. Lo vio suspenso en el aire, frente a las pupilas, cristalino y blando como una pompa; vio también el reflejo de su propia mirada aturdida. Un nudo en el diafragma, una faja de hielo en el estómago, el jadeo que subía de unos pulmones muy hondos.
El dolor aglutinante comenzó en el brazo izquierdo. Se extendió hacia el pecho, como si los glóbulos del magistrado tuvieran conchas afiladas. Levantó la mano, la taxativa, la mano abierta de decretar las prórrogas. Y el tiempo, en efecto, se detuvo por completo en la mañana de autos.
Mientras caía, por fin comprendió.